Durante mucho tiempo medí a mis clientes por lo que facturaban…
Los grandes eran los que más pagaban. Los buenos, los que no daban guerra. Los fieles, los que llevaban años conmigo.
Y durante mucho tiempo pensé que eso era suficiente. Que ese era el criterio lógico para tomar decisiones: cuánto aportaban en números.
Pero con el tiempo aprendí que no. Que no se trata solo de dinero.
Se trata de energía. De respeto. De cómo te sientes trabajando con ellos. Se trata de alineación.
Dejar marchar a un cliente no es una derrota. Es, muchas veces, una victoria silenciosa. Una forma de decir: yo también tengo un valor y lo sostengo.
Porque hay clientes que, aunque paguen bien, te cuestan demasiado. Demasiada tensión. Demasiada exigencia. Demasiada fricción.
Y eso, al final, se paga más caro. No en la cuenta bancaria, sino en tu cuerpo, en tu ánimo, en tu forma de estar en tu trabajo.
Yo no quiero eso. No lo necesito. Por eso, no lo sostengo más.
Quiero relaciones donde pueda respirar. Donde pueda ser yo. Donde el respeto no se tenga que negociar ni explicar.
Y cuando eso no está, el trabajo pesa. Se vuelve denso. Forzado.
Pero cuando sí está, el trabajo fluye. Y en mi despacho, fluidez es una palabra sagrada.
Creadora del Método CLARO, un programa de transformación para asesorías pequeñas que quieren salir del bucle y volver a disfrutar de su trabajo. Tras rediseñar su propia asesoría desde dentro, ahora acompaña a otros despachos a encontrar un modelo más sostenible, humano y rentable. Cree profundamente que otra forma de ejercer es posible… y desde este diario lo demuestra, artículo a artículo.